BURROS Y MULAS
El asno doméstico, también conocido con el nombre de burro o borrico, ha sido muy utilizado como bestia de carga y para criar mulas, que son el resultado del cruce de una yegua y un macho de asno.
Es más longevo que el caballo, pues vive entre 25 y 50 años, y más pequeño. Además de tirar de pequeños carretes, se utilizaba como transporte individual.
Las bicicletas y, sobre todo, las motos (las famosas Mobylettes) acabaron con esta misión. Para montar un burro se le ponía en el lomo una manta, a continuación la albarda y encima los aguarones de esparto para llevar el hato o cualquier otra cosa.
El cruce de burra y caballo se llama burdégano, que es parecido a la mula, aunque más pequeña.
La mula es y ha sido muy usada en trabajos para las que se requería fuerza o resistencia, como medio de transporte y en la agricultura. La mula macho, llamado simplemente macho, es estéril, y la hembra, más resistente y más utilizada, casi estéril. La mula se parece al burro en la cabeza, en las orejas largas y en la crin corta.
Y a la yegua en la altura, la forma del cuello, la grupa y los dientes. Tiene la mula la resistencia del asno y la fuerza del caballo. Burros y mulas, sustituidos por maquinaria agrícola, prácticamente han desaparecido de nuestros campos.
No existen razas de mulas, al ser animales híbridos. Lo que sí hay son diferentes líneas de cría, y cada país ha desarrollado la suya propia con los asnos y caballos de los que disponía y cuya hibridación daba mejores ejemplares.
En España las mejores mulas se han creado cruzando asnos catalanes y yeguas de raza española, y en menor medida con asnos andaluces. Los colores suelen ser castaño o tordo.
Decían que las mulas eran muy listas, pues te llevaban ellas solas hasta el campo, hasta el "haza", y en el viaje de vuelta hasta casa.
Como por esta zona nuestra no había ferias de ganado, para comprar o vender mulas y burros se recurría a los muleteros, también conocidos como chalanes o tratantes.
Iban por los pueblos ofreciendo su mercancía y se alojaban en la posadas, donde había cuadras para el ganado.
Eran los muleteros hombres de mucha labia, con un don de gentes especial que les hacía conocer instantáneamente los gustos, el carácter y las apetencias de sus interlocutores, posibles compradores.
Las condiciones o propósitos eran distintos en cada cliente, y tratarlos en consecuencia, según su índole, ofreciendo con desparpajo y suficiencia las excelencias de su producto, con la habilidad y la persuasión necesarias para convencer al siempre desconfiado parroquiano, era fundamental.
Los animales se probaban al paso y al trote una y otra vez, además de contrastar su mansedumbre y examinar su falta de mataduras y lesiones y su dentadura. El trato se cerraba con el típico apretón de manos.
En el valor de una mula intervenían múltiples factores, desde su edad, pelo y porte, además de su tamaño, la dentadura y la forma de su cabeza, hasta el tamaño de sus orejas.
Los muleteros se distinguían por su atuendo: blusa tres cuartos negra y la cabeza tocada con una gorra visera, una boina o un llamativo sombrero. Y como única herramienta un látigo de larga vara, con tralla, en la mano y la cuerda terciada sobre los hombros. Algunos de ellos eran gitanos, cuya cultura y tipo de vida se adecuaba magníficamente a este negocio.
Las familias gitanas, generalmente nómadas, empezaron a asentarse en pueblos y ciudades hacia la mitad del siglo XIX, cubriendo en parte un espacio económico en la agricultura, el de comercio de ganado de labor, hasta entonces escaso y mal organizado. Pero entre los años 50 y 60 del pasado siglo, en unas regiones antes y en otras después, su existencia dió un tremendo vuelco.
En esta época se produce la transformación de la agricultura que sitúa a los gitanos "fuera de juego".
La incorporación de la maquinaria a la agricultura les pone en la tesitura de cambiar o marginarse, y muchos no estaban preparados para la nueva realidad.
Todos los muleteros se aprovisionaban de caballerías en su zona de actuación, pero como la producción era muy escasa, no tenían más remedio que buscarlas en otras comarcas con una ganadería más abundante.
Los puntos de destino unas veces eran las dehesas andaluzas y extremeñas, y en otras eran Estella, Huesca, Jaca y las praderas pirenaicas: ¡hasta tan lejanas tierras tenían que desplazarse en busca de la materia prima para su negocio.
Una buena mula en los años 30 o 40 del pasado siglo, venía a costar, al cambio, lo que tres o cuatro fanegas de tierra de labor o una fanega de viña buena. Disponer de seis, siete u ocho yuntas de mulas para su venta no era empresa fácil y al alcance de cualquiera.
De la venta de mulas, se contaban muchas cosas, naturalmente con su pizca de sorna, como la de que cuando una mula cojeaba y había que mostrarla al posible comprador se disimulaba momentáneamente su defecto dándole un poco de coñac.
O, referente a su desaparición, desplazadas por los tractores, y algunas se destinaron al consumo de carne, un lugareño comentó: "Las mulas no están malas, a ver los tractores como salen cuando les llegue el turno..."
Volviendo al tema central de las mulas, era esencial que comieran, una mezcla de paja y cebada, la "pastura", que se echaba en los pesebres de las cuadras o en el "tornajo", una especie de cajón de madera que se fijaba al carro o a la galera cuando se estaba de faena en el campo.
Comían tres o cuatro veces al día, y de esa labor se encargaban los zagales en las casas grandes o el propio dueño cuando era un agricultor modesto. Tremenda tarea, teniendo en cuenta que uno de los turnos era a mitad de la noche y los sábados y domingos también comían. ¡Siempre pendientes de las mulas!
Y necesitaba sal, pues les daba sed, bebían más agua y no se deshidrataban, aparte que el cloro y el sodio son esenciales para muchas funciones corporales, así que para ello en las cuadras se ponían piedras de sal para que las chuparan cuanto quisieran.
El agua que bebían podía ser la salobre, tan común en cualquier pozo, que se vertía en un pilón de piedra o abrevadero.
A las mulas había que mantenerlas limpias, empleando agua, cepillos de esparto y una rascadera con láminas de hierro, y al menos una vez al año bañarlas en algún paraje.
Y necesitaban que los esquiladores les cortasen el pelo, a veces con algún dibujo de filigrana en la parte trasera, especialmente si iban a salir desfilando, con sus arreos también "majos", en las "Vueltas de san Antón", patrón de los animales, el 17 de enero.
©Pedro Pablo Romero Soriano RS
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